Premios del Concurso de Relatos Cortos 2022

 


Primer Premio

Autor: José Mª de Lózar 

Barrio de Fuencarral (Madrid). Enero de 2021

En la cocina, una sartén humeaba. Una mujer joven vaciaba su contenido en dos platos, ignorante de que a su espalda, en la televisión, se anunciaba una gran nevada para el día siguiente.

— ¡Niños, a cenar!— voceó la mujer.

Antes de que la mujer se girase, uno de los niños ya tenía el mando de la televisión y había cambiado a su canal favorito.

El hijo pequeño abrió la nevera y se subió a una silla para alcanzar el kétchup, pero antes de cogerlo su madre le abordó por detrás, volviendo a observar la nevera.

— Está vacía, con tanto trabajo no he tenido tiempo de ir a comprar.— Pensó la mujer mientras la miraba con gesto de preocupación.

Al día siguiente el sonido del despertador rompió el silencio de la mañana, eran las siete y media y como cada día, Julia se acercó a la ventana y comenzó a subir lentamente la persiana. Sus ojos todavía medio cerrados por el sueño, se abrieron sorprendidos de golpe. Estaba todo nevado.

De los coches sólo se vislumbraban los montículos de nieve que los cubrían. No había ni rastro de la carretera, todo era un uniforme paisaje blanco.

Tras vestirse rápidamente y bajar al portal, intentó abrir la puerta. La puerta estaba atascada. Tras un par de tirones logró abrirla a medias, lo justo para ver que la nieve le impedía el paso, no podía salir. Estaban encerrados.

En ese momento le vino a la cabeza el estado de su nevera. No sabía que iban a comer sus hijos en las próximas horas o incluso días, si esta situación no era capaz de solucionarse pronto.

Subió muy alterada las escaleras y se encontró a su anciano vecino del segundo que la saludó cortésmente.

—Buenos días, Julia— Le dijo el hombre sonriendo.

—Buenos días— le contestó Julia, mientras intentaba recordar el nombre de su vecino. Pese a que lo conocía desde hace más de diez años no había hablado con él nada más que para saludarlo escuetamente.

— ¡Madre mía!, acabo bajar al portal y la puerta está bloqueada. ¿Cuándo podremos salir? — exclamó frunciendo su ceño.

El hombre que había visto la escena blanca desde su ventana por experiencia sabía que la nieve no iba a retirarse tan fácilmente.

— Yo no recuerdo una nevada tan grande en Madrid y me temo que esto no va a despejarse pronto. Menos mal que mi Marisa siempre tiene bien llena la despensa. —añadió el hombre con cara de alivio.

—Iba a ir a comprar ésta mañana, no tengo nada que dar de comer a los niños.— Le respondió la mujer apesadumbrada.

El hombre le sonrió y le dijo: — No te preocupes, donde comen dos comen cinco, para que están los vecinos.—

A la hora de comer Julia y sus dos hijos se subieron a casa de Juan y Marisa que les preparó unas lentejas con chorizo que les supieron a gloria.

— ¿Os gustan las galletas de chocolate? —preguntó su vecina a los niños esperando un gesto de entusiasmo en sus caras.

— Nos encantan— respondió el mayor, mientras que el pequeño asentía fuertemente con la cabeza.

Todos se sentaron en el gran sofá que presidía el salón y junto con un delicioso café compartieron divertidas anécdotas de su querido barrio.

La borrasca Filomena forjó la convivencia de dos familias que se encontraban tan cerca pero a la vez tan lejos, pero que a partir de ese día, nunca más se separaron.

FIN


Segundo Premio

Autora: Loli Prieto

MI BARRIO, MI CALLE, MI GENTE

Cuando intento buscar en mi destartalado desván de la memoria algún recuerdo de la primera vez que pisé Fuencarral, todos se amontonan en mi mente, y es que los recuerdos son como las cerezas que vienen enredados unos con los otros en la cesta, y si tiras de uno, después vienen todos. También como las cerezas hay recuerdos buenos y malos, pero si algo aprendí en mi infancia es que hay que espulgar de los racimos lo malo para que no contamine lo bueno.

Partiendo de esa premisa, mis recuerdos me llevan al año 1977 cuando mi marido y yo nos embarcamos en la aventura de comprar una casa en el distrito de Fuencarral, nos encantaba el tipo de vivienda que todos conocían como los hotelitos, pudimos hacernos con uno gracias a nuestros padres que nos avalaron en el banco con un interés del trece por ciento (eso eran intereses y no los de ahora), también tuvimos que recurrir a otro crédito de la mutua de trabajo y a prestamos familiares. 

En fin, que llegamos a nuestro nuevo barrio con tantas letras firmadas que podíamos haber empapelado la casa con ellas. Nos faltaba el dinero pero nos sobraban las ganas, la fuerza y sobre todo la ilusión de superar cualquier obstáculo para conseguir lo que nos propusiéramos. Cuando llegamos a nuestro barrio desconocíamos que había sido proyectado por los mejores arquitectos de la época, fue un proyecto comparativo de la vivienda mínima que se construía en Europa. Aun hoy se sigue estudiando en las escuelas de arquitectura y a veces se puede ver a los profesores con sus alumnos visitándolo. A nosotros eso nos daba igual, pero con el tiempo si valoramos vivir en una calle peatonal.

Enseguida nos integramos en la zona. Tuvimos la gran suerte de que junto a nosotros llegaron otros cinco vecinos nuevos, todos ellos eran igual de jóvenes y con las mismas ganas de comerse el mundo que nosotros. Fueron años maravillosos donde la convivencia entre vecinos me recordaba mi infancia y las reuniones que se hacían en mi pueblo. En los tórridos veranos de Castilla cuando cesaba el monótono canto de las cigarras para dar paso a los grillos, todos los vecinos salíamos a tomar el fresco y nos sentábamos en los poyos de la calle. No faltaban los chascarrillos y las risas, la política ni se tocaba ya que el miedo era lo único que era libre en esa época, y cada uno había cogido su buena porción.

Volviendo a lo anterior, la convivencia en mi fila se caracterizaba porque todos formábamos una gran familia, yo les consideraba mi gente. 

Comenzaron a nacer nuestros hijos y la calle se llenó de juegos y de risas, las puertas de los patios permanecían abiertas y la chiquillería jugaban en plena libertad, mientras nosotros nos sentábamos en las jardineras de la calle, y día si día no, organizábamos fiestas, alguien sacaba las cervezas, otros las aceitunas, otros la tortilla. Lo celebrábamos todo y si no había que celebrar nos lo inventábamos, el caso era estar juntos, a veces nos volvíamos como niños y nos empapábamos con las mangueras. Sin lugar a dudas recuerdo esa época como una de las más felices de mi vida.

En aquellos años fuimos testigos de grandes acontecimientos políticos, sociales y económicos que cambiaron la historia de España. Nuestros hijos crecieron en libertad, casi todos pudieron ir a la universidad, y hoy estamos orgullosos porque la mayoría de los que vivieron en nuestra fila son gente comprometida y respetuosa con los demás.

Creo que son así por la forma en que ellos también vivieron en esta calle, felices, libres y sin miedos.

Muchos de los vecinos que vinieron con nosotros ya no viven aquí, pero todavía los que quedamos seguimos relacionándonos y ayudándonos cuando lo necesitamos.

Cuando me preguntan porque sigo viviendo aquí, mi contestación siempre es la misma, porque amo mi barrio, mi calle y a mi gente.


Tercer Premio

Autora: Mª Concepción Sanz Monedero

EL HOMENAJE

 La música sonaba suave, melodiosa, dejando que la voz del locutor se oyera por encima de ella. Todos los asientos estaban ocupados por vecinos, familiares y amigos.

    Allí estaba él, el señor Baldomero, en el ocaso de su vida, con el rostro cabizbajo sujetando aquella figura que como símbolo de trabajo se le otorgaba por su labor desinteresada al barrio de Fuencarral.

    El micrófono abierto le asustaba, y dio un paso atrás antes de decir “gracias, que alboroto habéis armado por mi”. En ese momento la emoción le embargó y un nudo en la garganta le impidió seguir. Su nieta se lo llevo mientras unas cristalinas lágrimas rozaban la manga de su camisa.

    Pero el señor Baldomero se merecía eso y mucho más. En el barrio siempre se le vio vestido con el mono de trabajo. Nunca se llegó a jubilar, pues desde que apuntaba el día hasta el anochecer, el ruido de la carretilla con la pala, el rastrillo y la azada, anunciaban su presencia. Arrancaba cuantas malas hierbas encontraba a su paso para que los árboles y arbustos pudiesen desarrollares mejor, si había una piedra o baldosa en la que se pudiera tropezar, la colocaba en su lugar.  Y todo lo hacía por y para el barrio. Él no descuidaba el trabajo, un trabajo sin ninguna remuneración que le hacía sentirse satisfecho y donde la convivencia  entre los vecinos era amena y agradable.

    El señor Baldomero era conocido por todo Fuencarral por su labor solidaria y buena persona.

    Pasados los noventa años, aún tenía presente la voz de su madre cantando como los ángeles y la viveza de su mirada azul. También aquellas palabras mágicas que les decía a su hermano y a él. “Espabilar gemelos que el tiempo es oro”. El intermedio de su vida se le difuminaba pero no los primero y principales años. Y así era como lo recordaba.

    Todo empezó a cambiar aquel día, cuando su padre llegó a casa oliendo a alcohol y estampó el plato de comida en el suelo de la cocina, maldiciendo su suerte por la pérdida de trabajo. Mientras su madre en silencio limpiaba el suelo y con voz entrecortada decía:

    —No te preocupes, nos las arreglaremos, ya encontrarás algo.

    —Calla loca, tú que sabrás de faena.

    Las broncas en casa se sucedían, pues la botella siempre estaba entre las manos de su padre. La mayoría de las veces les llamaba gemelos, pues llegó un momento que no sabía quién era quién. Y aprovechaba cualquier escusa para propinarles una somanta de palos con la correa que sujetaba los pantalones, dejándoles marcados todo el cuerpo.

    Su madre, mujer callada y piadosa, les aconsejaba que no entraran en discusión, primero por respeto y después porque saldrían perdiendo. Como Baldomero no estaba dispuesto a seguir sufriendo ese infierno decidió escaparse, pasó la noche escondido cobijado en una viaja casa. Allí fue donde le encontró la guardia civil que le devolvió a su madre que lloraba sin consuelo. Entonces comprendió que no podía hacerla sufrir, pero deseó que su padre desapareciera de sus vidas.

    Ocurrió una mañana de domingo que su padre decidió ir a ver una tierra en la ladera del monte, y pidió que le acompañara. Las lluvias de primavera habían dado su fruto y la naturaleza estaba preñada de pastizal salvaje. En su caminar solo se oía el gorjeo de las aves y el avance de sus pasos.

    De pronto lo vio radar, quizá porque conservaba algún resto de alcohol en su sangre o simplemente porque perdió el equilibrio. Él corrió en busca de ayuda, y aunque su padre acabo con el cuerpo fracturado, no fue grave. Sin embargo, en lugar de agradecérselo, le acuso ante las autoridades de haberle empujado.

    Así fue como acabo en un internado, y esa penitencia no merecida fue el mayor suplicio que un niño puede padecer, allí se desconocían los derechos humanos y los temores y miedos a castigos impedían ser libres. No obstante consiguió aprender el oficio de albañilería que le sirvió para ganarse el pan.

    Ahora, después de tantos años de haber pasado por un montón de vicisitudes, el homenaje recibido le había hecho feliz. Sujetó entre sus manos esa pequeña figura en forma de carretilla que representaba toda su vida, y sintió que por fin, todo su ser se inundaba de paz. 



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